La tasa de ahorro de los españoles apenas pasaba del 6% a principios de año y según el informe sobre Condiciones de Vida en 2017 publicado por el INE (Instituto Nacional de Estadística) el pasado mes de junio, un 37% de los hogares aseguraba no tener recursos económicos para hacer frente a gastos imprevistos. Ahorramos menos que la media europea, pero no solo eso, lo poco que ahorramos, lo ahorramos mal.
El grueso de nuestro ahorro lo destinamos al sector inmobiliario y lo poco que resta lo invertirnos en productos o activos financieros poco eficientes. Esto es debido, sobre todo, al gran miedo al riesgo que se ha instalado entre una población a la que aún acecha la sombra de la crisis, del paro y que no ha olvidado episodios tan dramáticos y batacazos financieros como las famosas preferentes. En definitiva, una población que no confía del todo en su sistema financiero.
Los españoles nos refugiamos en los depósitos anteponiendo seguridad a rentabilidad, y eso nos convierte en ciudadanos cautos pero poco eficientes, financieramente hablando, claro, aunque con una tasa de paro aún por encima del 15% y un salario anual medio que no alcanza los 12.000 euros netos por persona, no es de extrañar.
Y es que, tras un periodo de gran ahorro motivado por la crisis económica a partir de 2007 y la inestabilidad del mercado laboral, los españoles han iniciado una senda del consumo en la que los gastos aumentan, motivados por las mejores expectativas económicas, sin que lo hagan los salarios o el empleo de calidad, no al menos en la misma proporción. Si a esta reducción del ahorro le sumamos la adquisición de productos financieros poco rentables, el panorama no resulta alentador.
Con unos tipos de interés en el mínimo histórico, el ladrillo se ha convertido, de nuevo, en el escenario idóneo para los nuevos inversores. Y podría pensarse que los depósitos bancarios son ahora menos atractivos que nunca, pero no es así, aunque nos den poco por nuestro dinero, preferimos no arriesgar lo que tenemos. Como hemos señalado, los fantasmas de lo ocurrido durante los últimos años se han instalado en la memoria de los consumidores, pero no son la única causa.
A la cultura del ladrillo (comprar una vivienda es en nuestro país es, para la mayoría, comprar un valor seguro para el futuro) se suman bancos y cajas de ahorro acomodados en la venta de depósitos y una población que poco a nada sabe de finanzas, no al menos de esas que hoy en día podrían propiciarnos jugosos resultados y que exigen, por nuestra parte, un gran esfuerzo de puesta al día. Y ante el desconocimiento, ya se sabe, mejor no arriesgar.
Si algo tiene claro la UE es que la educación financiera ha de ser mayor y no solo para el consumidor e inversor, también para quienes comercializan productos financieros, de ahí que haya propiciado una nueva directiva, la Mifid II, aprobada en 2014, que pretende proteger al inversor mejorando su relación con las entidades financieras y su nivel de información acerca de los distintos productos. En definitiva, optimizar su experiencia con el objetivo de mejorar la rentabilidad de su dinero a corto, medio y largo plazo, porque si el inversor sale ganando, también lo hará el sistema financiero en su conjunto.